Para encontrarse no hay mejor camino que perderse, o eso dicen.
Cuán animal era cada vez que arañabas mi espalda, empujándome de lleno a ti como salvajes dueños de la noche, cuando tu boca envenenaba mi garganta y me anestesiaba el alma. Eso por no hablar de mis pensamientos, que oscurecían de sólo imaginar la fina línea que viajaba desde tu nuca hasta lo más bajo de tu espalda. O de tus frías manos apretando mis nalgas, decidas a no dejar escapar ni tan siquiera un sola embestida.
Qué manera de saciar la sed. Sed de besos, caricias y susurros que me hacían enloquecer y perder todo control de razón. Brillaba en tus ojos la despreocupación de romperte el alma siempre y cuando sucediera en una noche como aquella, de morir en vida si para ello fuese necesario.
Como las opresoras serpientes que rodean a sus presas hasta hacerlas caer, así eras tú. Rodeabas mi vida con tu cuerpo, calentabas mi alma con tu pecho y enloquecías mis instintos con suaves caricias desde tus labios. Labios rojos quemando partes de mi cuerpo de las que incluso desconocía su existencia. La ambrosía más dulce pasaba a ser tu cuerpo, a la par que arrancaba de ti los más hondos gemidos de la noche. El cielo se nos caía y qué más daba, estábamos juntos. Era suficiente.