Entre trastos viejos y un ambiente cargado a pasado, di por casualidad con una pequeña caja de madera que llamó al instante mi atención. Llena de polvo, colgaba de ella un pequeño candado pegado a su llave. La curiosidad me llevó a querer saber que guardaba entre sus diminutas paredes. Encontré un carta con pequeñas manchas de gotas sobre una de sus caras. Quizás rastros de alguna bebida, quizás lágrimas. Decía así:
Querida amiga.
Sobran palabras así como excusas, razones al igual que hechos. Recuerdo la primera vez que vi aquellos ojos llenos de luz interior. ¿Sabes?, fue la primera vez que contemplaba un brillo de aquella forma tan espléndida. Derrochabas entusiasmo y alegría, una simpatía con la que resultaba irresistible querer entablar cualquier tonta conversación que nos hiciera perder el sentido del tiempo, ahogándonos en largas horas de risas y secretos. Adoraba esa sensación.
Será parte de mi y de toda mi vida, pensé entonces. La persona alegre y tranquila que intuí destinada a ser la compañía que cada mañana contemplaría al despertarme. Tan iluso como tierno. Una ternura que tenía como único fin el compartir una tarde juntos, un helado o simplemente una sonrisa cómplice que nos delatara ante el mundo. En aquél momento descubrí, sin darme cuenta, lo que quería para mi vida. Aún no estando acostumbrado a alcanzar objetivos concretos a corto plazo y mucho menos siendo deseados de aquél modo.
De repente la amarga nostalgia que me acompañaba hasta ese entonces, se desprendió al igual que lo hacen las hojas secas de los árboles con la llegada del otoño. Una nostalgia que me hacía sobrevolar un pasado oscuro y lleno de una realidad que jamás quise vivir.
Cada noche, a partir de aquél momento, nos imaginaba cómplices de momentos, perdidos en un laberinto del que no deseábamos salir y el cual no hubiésemos cambiado ni tan siquiera por el más lujoso y deslumbrante de los palacio. Un pequeño laberinto sólo para los dos. Vislumbraba un futuro soberbio que no daba cabida a ningún tipo de tizne en nuestras vidas.
Hoy, tanto tiempo después, un nudo de palabras se atascan en mi garganta. Un hilo de lágrimas asoma con timidez. En momentos así nada resulta razonable. No hay expresión que salga con un mínimo de sensatez. Todo lo contrario, fluyen a trompicones entre pensamientos, reflexiones y recuerdos que componen un día a día tan triste que en ocasiones me consume toda sonrisa e ilusión. Una vez más, las maletas se me quedan a medio hacer, llenas de sueños inciertos que jamás llegarán a realizarse. Con tu adiós no pensé, no reflexioné, ni siquiera recordé. Sólo lloré.
Con el paso de los días agradecí que no me concedieras tiempo para prolongar aquella despedida, habría sido demasiado dolorosa. Tenía la necesidad de buscar un por qué, una causa que pudiera darme la respuesta a todo aquello. Encontré muchas, pero no tantas como para superar las razones que tenías para quedarte. Por aquél entonces, y aún a día de hoy, anulas cualquier sentido que me permita percibir lo que acontece a mi alrededor. Quizás sea el recuerdo de tu piel, tus suspiros al oído o mi innegable testarudez. Lo cierto es que el recuerdo de esos ojos me devuelven una satisfacción temporal que desaparece al volver a la realidad, donde el peso de mis propias miserias caminan vagamente entre mi almohada y mis sueños.
La vida nos ofrece, a lo largo de la misma, cantidad de momentos en los que el destinos nos parte con quiebros inesperados, sorpresas y esquinazos que hemos de afrontar con la mayor entereza posible según se nos presente. En ocasiones estamos preparados para enfrentarnos a ello, en otras simplemente no. Es por eso que aquí sigo, intentando asimilar que ya no estás, que no volverás.
Después de leer aquello, sólo fui capaz de devolver aquella carta a su sitio. La tristeza de su autor se impregnó en mi como el olor a campo recién mojado por la lluvia después de meses de eterna sequía. Sólo espero poder saber algún día, que les habrá deparado el destino. Larga y escarpada es la senda de la vida.